Abrió los ojos.
Le sorprendió que al hacerlo un leve sonido mecánico le acompañase. La suave pero blanca luz le molestó, intentó entrecerrar los ojos y protegerse con los brazos pero no pudo. Sus brazos no le respondían.
Intentó serenarse y lograr identificar donde se encontraba. Una estancia blanca, metálica, todo olía a alcohol de hospital. No logró encontrar con la mirada ninguna puerta, ventana o entrada.
Desconcertada se miró a sí misma y tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para no gritar, o quizás sí que gritó pero los tubos que entraban por su boca y bajaban por su garganta lo ahogaron. La visión que tuvo de sí misma era grotesca. Sus piernas terminaban poco antes de las rodillas, sus brazos en los codos y toda ella estaba quemada. No se vio la cara, y lo prefirió, no quería verse. No quería mirar, pero no podía dejar de hacerlo porque no podía dar crédito a lo que veía. No sentía dolor, en los brazos tenía pinchados unos goteros, tendría calmantes en grandes cantidades metidas en el cuerpo.
Se desmayó, no pudo más.
¿Cuánto tiempo pasó inconsciente? No sabría calcularlo.
Cuando volvió a abrir los ojos no estaba sola. Le devolvía la mirada un anciano de mediana estatura, algo encorvado, gran bigote canoso y ojos risueños. Llevaba una bata que en algún tiempo atrás habría sido blanca, ahora, desgastada, rota por algunos lados y manchada de lo que parecía un líquido verde viscoso contrastaba notablemente con la pulcritud de la sala.
Vio como el enorme bigote que le tapaba incluso la boca se movía como si el anciano hablase, pero hasta ella solo llegaba un leve susurro y un sonido sordo como de funcionamiento de algo metálico. Intentó mover la cabeza sin éxito. El anciano se sobresaltó y se acercó a ella corriendo. Anclada su cabeza en algún lugar incapaz de girarla, perdió de vista al hombrecillo.
Aquel tipo le daba la poca tranquilidad que podía otorgarle aquella situación. No se podía ver así que ignoraba si sus heridas habían sido curadas, la ausencia de dolor físico podría deberse aún a los calmantes. Tenía un sabor amargo en la boca que pudo comprobar estaba libre de tubo alguno.
-¿Puede oírme ahora, señorita? Pestañee si es así-pestañeó-muy bien-dijo el anciano con tono jovial.-Voy a quitarle las sujeciones, intente no hacer movimientos bruscos o se mareará.
Oyó como trasteaba detrás de su cabeza y probó a moverla. Pesaba, le pesaba mucho, al igual que los brazos y las piernas. Bajó la mirada hacia su cuerpo. La parte de las extremidades que le faltaban eran ahora sustituidas por prótesis mecánicas. Le pesaban tanto. Estaba cubierta con un camisón blanco y no podía ver si el resto de su cuerpo había sanado. Le embargaba una angustia y una desesperación tal que hubiese gritado si sus cuerdas vocales no hubiesen estado tan dañadas. Le escocían los ojos, las lágrimas pugnaban por salir.
Tal fue su desesperación que se arrancó el camisón de hospital descubriendo al fin su cuerpo. Piel arrugada. Toda ella era una capa de piel devastada por las llamas, incluso en algunos lugares, como en los senos, tenía placas metálicas. Allá donde las heridas por el fuego habían sido peores y sin solución.
Lloró. Con rabia. Con dolor. No comprendía nada de lo que había pasado, el porqué de su situación.
Y entonces, como si el anciano leyese sus pensamientos se acercó a ella con la compasión en sus ojos. Llevaba un pequeño chip en la mano que le acopló en la parte trasera de su cabeza. De repente un flash.
Miles de imágenes, de sonidos, de sensaciones, de emociones descargándose en su cabeza. Todo a una velocidad de vértigo. Lo veía y sentía todo, todo cuanto había visto y sentido a lo largo de su vida. La última imagen, la última emoción y sensación, la que lo explicaba todo: la destrucción. Muerte.
Cayó al suelo de rodillas, sus ojos desbordaban lágrimas que empañaban sus ojos azules. Gritó por todos los perdidos, por todo ese dolor, por todo su dolor, su rabia. Gritó hasta que sus cuerdas vocales se desgarraron. Temblaba de frio, su mente estaba colapsada por la información, y sus estaban tan al límite que aquello no podía ser real.
Intentó levantarse pero en lugar de eso vomitó. No tenía nada en el estómago, solo era suero nutricional que le habrían dado, lo vomitó hasta vomitar bilis y lloró hasta que no le quedaron lágrimas que llorar.
El anciano se acercó y la cubrió con el camisón desgarrado, le acarició la cabeza rapada y metálica y la ayudó a ponerse en pie. Apoyada en él, aquella chica de metal se veía imponente y desvalida al mismo tiempo.
Caminaron hacia la salida, situada detrás de la camilla, abriendo la puerta a un mundo desconocido.
Mitad humana, mitad máquina. Sintiendo el dolor de los humanos ante tal destrucción, ante la pérdida de tantos seres amados. Padres, hermanos, amigos, novios, novias, abuelos. La pérdida de casi toda la humanidad en unos míseros segundos, la masacre sin sentido que siempre ocasiona la guerra. La guerra mundial ya no era guerra. No quedaba por lo que pelear, solo quedaba un reguero de muerte y destrucción. Y ella se acordaría de aquello los años que durase su atormentada existencia.
Sentimientos humanos, memoria de robot. Todo queda grabado, para siempre.
Algo imposible de olvidar.
El dolor de un humano desgarrado.