Es una casa desvencijada, venida a menos por los años y
las calamidades del tiempo. Oscura y abandonada. Nadie daría dos duros por la
mansión destrozada, imponente en días pasados al final del camino de árboles que
la custodian. Ahora las hojas muertas inundan el camino desde la verja oxidada
a la puerta que chirriaría si pudiese abrirse. Hace tiempo que está anclada.
Las ventanas tapadas ocultan sombras que sirven para
asustar a los niños del pueblo con historias inventadas de fantasmas. Suelos que
crujen por la más suave brisa que pueda colarse entre las rendijas. Tétricos
aullidos provenientes de las cañerías pesadas de plomo. Arañas anidadas en cada
rincón, reclamando como suya la propiedad. Frascos rotos en el sótano,
pertenecientes a experimentos de una mente brillante o de simples juegos de un
niño rarito.
Cuadros de rostros de los que nadie recuerda sus nombres.
Jarrones que podrían ser valiosos para algún museo. Cajitas de música que ya no
giran, ni cantan, ni bailan. Ni sueñan ni hacen soñar.
Mugriento y polvoriento hogar desechado, en el que
espera, frente a la chimenea atascada, un fantasma desde hace años aburrido.
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